Genera suspicacia que el autogobierno del pueblo se exprese a través de una representación que aún responde a las mismas lógicas con las que nació en la oscuridad medieval, y que justificó a toda clase de regímenes terribles. Cuando finalmente estallaron las constituciones con la declaración histórica de la democracia, el ímpetu libertario solo alcanzó para implementar la regla de la mayoría. Estamos, por tanto, a la mitad del camino para lograr un modelo democrático en el que nadie someta a nadie; ni siquiera una mayoría autorizada por el voto. La clave está en un juego de palabras que luce en apariencia insignificante, y es cambiar la denominación de democracia representativa a la de representación democrática. Esto invita a que el sistema representativo en el órgano legislativo ?para empezar? permita la participación de todos los intereses sociales y que, luego, esas participaciones tengan la posibilidad de integrar las normas jurídicas, sin exclusiones, sin fracciones que ganen y otras que, ante la derrota, se consuelen con hacer oposición. La única ruta que se presenta posible es el consenso. Consensos que partan de las diferencias y que terminen en acuerdos integradores de los intereses dispersos.
Este libro ofrece una solución real para lograr un sistema representativo que se ajuste a la premisa democrática inquebrantable de que las decisiones sociales convertidas en normas jurídicas no pueden excluir a nadie? a nadie. Para ello estas páginas proponen partir de reconocer la dificultad de que el pueblo es un cuerpo de distintas vidas, creencias, opiniones, sentimientos, en fin, diferentes realidades que deben estar presentes y expresarse en el órgano legislativo. Para tal efecto, es necesario un sistema electoral cualitativo que garantice la participación igualitaria de las posturas sin diferencia en el número de escaños. Finalmente, el consenso devendrá natural cuando la rigurosidad de su trámite arroje los resultados prometidos por una forma de gobierno que persigue la liberación individual y colectiva.