Desde tiempos inmemoriales, el hombre advirtió que sus sentidos hacenimposible abarcar el universo que nos rodea, tanto el material como el espiritual. Tanto lo que se advierte, como lo que no. Es por eso que buscó darle un orden por medio de las palabras. Una suerte de archivo que le permitiera ordenar, clasificar, separar un elemento de otro, para de ese modo no únicamente apreciarlo, sino también contemplarlo en la medida de sus posibilidades. Una tarea que nos lleva, finalmente, a reinventar lo inventado. De allí la necesidad de la aparición de los libros sagrados. De las misivas. De los enciclopedias. De los grandes diccionarios, todos de por sí imposibles, pues un diccionario es una invitación a la creación de otro diccionario, que de alguna manera logre abarcar en su verdadera dimensión lo que el diccionario original intentó cercar dentro de un orden. En este caso estamos ante el milagro laico que Adrián Arias nos ofrece: un diccionario de las sensaciones, de lo imposible de comprender si no estuviera organizado de un modo que haga legible lo ilegible.
El diccionario de Adrián Arias será el diccionario clave, que contiene una pieza clave que no pueden tener los demás. Ese elemento parece hallarse en su subjetividad y arbitrariedad. En donde el único elemento que parece impulsarlo no es sino su agradecimiento a la belleza de la que es testigo y los impulsos de su corazón.
Adrián Arias logra hacernos volver a apreciar los elementos constitutivos que, al presentársenos inmersos y ocultos en el caos del mundo, se vuelven invisibles. Y este trabajo, de años de pesquisa, de recolección, de desechar aquello que pueda perturbar una estructura perfecta de contemplación, logra que descubramos, por primera vez, como si fuéramos una criatura recién nacida, que abre de pronto sus ojos al mundo, la belleza metafísica que nos sostiene.
